sábado, abril 29, 2006

Un encuentro familiar




Mi papá me llama. No sé cómo dio con mi número de teléfono. No sé cómo dio conmigo; para qué, tantos años, casi diez. Nos encontraremos en algún lugar que cumpla ciertos criterios estrictos de neutralidad; no quisiera incomodarlo juntándonos en los barcitos picantes que tanto me gustan. Encantadores, sin duda, pero un poco intimidantes para lo que es mi padre: un viejo de mierda sin conciencia de serlo. 10 años. Harto tiempo. Pensamiento interrumpido por una nueva llamada. Acuerdo: la plaza en la cual solía reunirme a jugar a la pelota con mis amigos; después podríamos tomar una cerveza en la fuente de soda. Completos y eso. Sabores olvidados. Ningún refinamiento para un (re)encuentro trascendental; quizás no quiera que esto se vuelva algo importante o relevante, nada de pomposidades en un restaurante que podría pagar. No sé si esa cuenta –la del restaurante caro con el cual fantaseaba- sería una que cancelaría con gusto dada la calidad del comensal. Bueno, ni modo.
Fundirse en un abrazo de esperanza, lágrimas a punto del desborde y elevarse del suelo con los pulmones henchidos, un suspiro. Te encontré después de tantos años, abrazo tus huesos y me besas en ambas mejillas. Seguimos estrechándonos mutuamente, enlazados por unos brazos limpios que más de alguna vez utilizamos como armas; golpearnos hasta sangrar: vieja consigna. El olvido de esto. No ha lugar a la moción de perdón ni a la de olvido; simplemente, tenemos conciencia de nuestras elecciones, las asumimos y aquí estamos de vuelta. Ahora nos entendemos como hombres (extraña sensación: mi padre tratándome como hombre. Siempre lo esperé) y quizás hasta coloquemos una plaquita ordinaria al pie de este árbol agradeciendo el favor concedido. ¿Te acuerdas de la canción de Sinatra; ésa respecto de atar una cinta amarilla…? Demasiado cursilón.
Hablé de esperanza ¿no es así? Uno mantiene la esperanza hasta los límites soportables en las situaciones más extremas e insólitas; cuando uno piensa que ya no puede más se cae en cuenta que puede estar sentado en el mismo lugar y con exactamente la misma ilusión hasta que el tiempo o el mundo decidan, ruleta rusa mediante, quién de los dos acaba primero; pero esa única ilusión –última esperanza- es la que demora eternamente su llegada. A pesar de eso, persistimos. Comenzamos a perdonar, a olvidar; lloramos hasta la anhidrosis, nos secamos las lágrimas y sonamos los mocos, cerramos la boca. Y seguimos esperando.
Una simple señal de todo: inclinamos el gesto, nos silenciamos para que ni Dios te oiga -Dios te escuchará: esperanza… vana-, cerramos los ojos y empieza todo de nuevo: lamentarse, llorar hasta que vuelves a la raíz de tu lamento, de tu pérdida, de la deuda –que esperas sea pagada-, la flagelación de la culpa y, de repente, asumes que no hay remedio, sólo disculpas; nos disculpamos (realmente) por ser así tal como somos y no podemos serlo de otro modo, ni tú podrías ser tú ni yo podría ser Pedro, no nos reconoceríamos y seríamos unos perfectos desconocidos a la sombra de un árbol que sí conocemos. Mi rostro cambiaría si yo hubiese cambiado y ya no fuese el mismo que. Supongo que tú eres el mismo: tu rostro te acusa como expediente criminal. Todas las marcas. Todas. No he cambiado, soy el mismo: un memorión rencoroso.
Cambiar es traicionarse a sí mismo, mostrándose como uno de los más miserables especímenes con los cuales uno puede toparse: el arrepentido, y más vale matarlo o aprovecharse de conocer su punto de debilidad o de su habilidad mutantis para sobrevivir; aprendí mucho sobre este asunto mirándote desde pequeño lamer el piso de tus cabrones. Otros dirán que te desconocen debido a tu constante traición hacia ti mismo y hacia los demás, pero para mí eso es cuestión de un instinto… ¿cómo decirlo…? …de tipo maternal. Como cuando la madre distingue las sutilezas que hacen que sus gemelos sean completamente distintos uno del otro. Ojos de madre. Yo reconozco tus disfraces y te veo y comprendo que no podemos seguir caminando juntos: uno de nosotros va a terminar muerto por culpa del otro. Cuando volvamos a vernos, salúdame discretamente desde la acera de enfrente. Que así sea.

lunes, abril 24, 2006

Día de San Juan



El verano nos provoca una gruta desollada; en la sombra, las muchachas en flor y las melodías de alegría. En el sol… la misma cosa; como dicen, nada nuevo. Abulia en la canícula. Falta un poco de dinero para poder partir a Buenos Aires por el fin de semana. El asunto de conseguirlo. Bien. Manos a la obra. Bragueta en acción. Diversión. El anuncio. Viaje en taxi. Timbre. Conserje-cómplice-mirada-ya-lo-sé. Elevado al piso 15. Puertas que se abren. Puerta cerrada. Lo miro. Cosas valiosas. Viuda. La vida es tan solitaria. Mullido sofá. Las joyas tintineantes. Me suelto el pelo para ti. Las tetas. Te ves súper joven. Hielo para el whisky. Omitir el bostezo. Celular apagado. El humo. Círculos de humo. Los dedos por el pelo. Cuéntame sobre ti. ¿Estudias? Patas de gallo. Repique del teléfono. Número equivocado. Ja, ja. Silencio. El dormitorio. Aún no. El sofá. Lengua y lengua. Uñas ansiosas. Manos torpes. Me pasaste a llevar el vello púbico. Cierre. Abre. El brassiere te lo dejo a ti. El vaso. Volcado. Revueltos. Aliento de alcohol. Que cresta hago aquí. Ojo–en-vista-de. Erección. Tócame. Calzón empapado. Sigue. Manoseado ávido. Ávida por besos. Por la plata. Imagen de los posibles escapes. Pensar coartada. Lengua. Saliva-lengua-glande. Fricción húmeda. Las tetas telúricas. ¿Cuántos años? Fricción en la pepitilla. Mira, así se hace. ¡Siiiií! Ojos en blanco, sigue así. Montarla. El vello púbico me raspa un poco la punta de la nariz. Montarla rápido. Estrangularla. Lo quiero ahora. Mueve las caderas. Círculos concéntricos alrededor de. Arriba siento más. Bamboleo de las tetas. Masajeo. Pellízcamelos. Dientes mordiendo el lóbulo. El labio oculto tras los dientes. La cocina está cerca. La cartera colgada en la punta de la cama. Tiene plata la vieja. Puta que le gusta el pico. Tiene rica la pichula este pendejo. Ahora, ponte encima. No se depiló el bigote. Arrugas. Tensa la mano. Perlas de sudor en la frente. Arriba. Abajo. Desorbita los ojos. El puño. La vena palpitante. Se detuvo. Eyacula. Risa. Tomad y bebed todos de él. Toma otro rumbo. Aún sonríe.

viernes, abril 14, 2006

Chica de la Quinta


El fenobarbital es excelente. Induce a una embriaguez plácida, ni se dan cuenta cuando. Un sorbo y ya, la combinación infalible: empiezan a mostrar, a sentarse de modo que el jumper se levante un poco más; he ahí los muslos, quiero ver que hay más arriba, la verga me hace cosquillas y sólo pienso en tirármela como sea, encularla, lamerle el chocho, lo que sea, maldición; encularla y que diga que no hasta pedir a gritos sí, ¡sí!, ¡SÍ! Como siempre, todas las formas de decir sí tienen como antecedente un no, un no que me impulsa por una fuerza irresistible de obstinada tozudez a transmutar en un sí que desate todo mi odio. Siento simpatía por los no y ninguna por los sí, cosas de la eufonía o de la costumbre de los no después de tanto tiempo de decir a todo que sí. El negar todo como un afirmarse a sí mismo, en el nihil. La nada es completamente obscena: muestra absolutamente todo. Con copete es más fácil, y fenobarbital, pentotal o escopolamina. El trihexifenidilo también sirve.
Y desde ahí mismo la veo sacudirse el pelo y posar su mano en su regazo, y la mirada asciende por las pantorrillas y luego los muslos, inmiscuyéndose en los calzoncitos blancos. ¿Estas perras creerán que un calzón blanco la vuelve instantáneamente puras? El verlas gritoneando por el mino de turno, babeándoles la concha y haciéndose cargo de aquel asuntillo refregando los labios y la pepitilla, llevando los dedos a la punta de la lengua, saboreándose a sí mismas: ahí les entra como espina de cacto la posibilidad de probar otro flujo y de proponerle a una amiguita un método de prevención del cáncer de mamas bajo la ducha –así me enseñó mi mamá-. Tras la clase de educación física, una le enseña a la otra a autopalparse, comparando las turgencias: color de la aureola, medida de pezones y la cintura y no puedo evitar pegarme a tus caderas y magrearte, escarbando con dedo ágil, gatillándote un volcán. La fantasía de hacerla gatear por el piso. Dos botellas vacías y otra no tanto. La sonrisa boba, se caga de la risa respecto a cualquier estupidez que se me ocurra, cagada de la risa, aferrada a mi brazo izquierdo, tambaleante; las otras pendejas gritándole: “¡chao, chica de la Quinta!”. Me porté demasiado encantador, repugnantemente lameculos. Podría decirse que ella se consideraba afortunada; sólo se la habían follado en lugares públicos y sólo un par de veces. Una de esas ocurrió justo por aquí, tipo siete de la tarde en un día de junio por un perfecto gilipollas que se tiró unas siete u ocho embestidas antes de acabar espasmódicamente entre sus piernas, sin darle tiempo ni para alcanzar a pensar en el amor. Nunca más lo vio, se le caería la cara de vergüenza si sucediera tal cosa. Sobria, siempre se avergonzaba de las voladas que hacía cuando estaba borracha y esta vez sí que lo estaba, balando en cuatro patas como una cabra y arrancando el pasto con sus uñas aunque, para una chica como ella esto tiene… si, algo de aventura romántica; sería montada en total y completa privacidad, con tiempo, sin prisas. Quizás se sentirá amada, no lo sé, ni idea. Probablemente, esta vez abra las piernas con gusto y no haga ni siquiera una muequita de asco antes de chupar la verga ofrecida, posiblemente permita que se corran en su boca y mostrará la lengua pringada de semen, semen por la comisura de la boca, semen en lento desliz por la barbilla hasta refugiarse en el nerviosismo de sus tetitas, hechas para la galantería de los besos como para la locura de la navaja.

jueves, abril 13, 2006

Some girls are bigger than others


Hay minas que te provocan suspiros y entre ellos se va tu último aliento. Hay otras minas que tienen largos cabellos para navegar, te aferras a su caspa como náufrago y sucumbes; hay minas bellas como el resplandor sobre Hiroshima, que al mirarlas te dejan ciego y llena de condilomas la picha; algunas son una tortura eterna y te provocan el síndrome de Estocolmo, y no hay posibilidad de escapatoria alguna... Muchas mujeres son dicotómicas y separan la entrepierna de la razón, uniéndola al sentimiento y algunas migas de pan; estas sólo son divertidas cuando pierden la conciencia y así terminan encontrándose a sí mismas. Otras, son idénticas a sus madres, encargándose de perpetuar los males de la Humanidad: son de la cofradía de Pandora, siendo las más fertiles y matrimoniadas; otras, son todo coño y guardan en su interior una perla radiante, llena de púas y trampas vietnamitas... Algunas sólo quieren amor, y tú no estás en condiciones de entregarlo; así, se eyectan al espacio sintiéndose románticas y fabrican hostias con rocas lunares y ruedas de carreta... Las esotéricas pierden todo rumbo al confundir el mapa de las constelaciones con geografía humana, enviándote señales cablegráficas para orientarse, pero tú nunca comprendiste bien el Morse y te limtas a dibujar con los dedos puntos y rayas... donde te lo pida. Y las minas calendario, a las que el tiempo deja cada vez más desnudas... ¿Dónde se han ido?

miércoles, abril 12, 2006

Un caramelo no amarga a nadie


A todos los ataques que sentí haber recibido por parte de mis enemigos respondí con sinceridad brutal. Planificación meticulosa, nada pude ser dejado al azar, ningún detalle sin atar; concordancia plena entre visión de vísceras dispersas en pavimento sucio y su olor repugnante: intestinos colapsados, reventados con fuerza. Ése fue el modo como pude quedar en paz con Antonio Terzzi, a quien siempre miré con tristeza y en el fondo despreciaba un poco. Maldición, él siempre tan –insultantemente- perfecto, tan mejor que yo. Eso era una bofetada, corrección y perfección: nauseas. Todos lo admiraban de modo sucinto y le rechazaban explícitamente. Irritaba el no poder odiarlo sin restricciones, siempre un pero antes de decidir si patearlo o no. Cautivaba, eso era lo que. Sugería algo, no sé; me pajeé cientos de veces pensando en como follármelo, estaba seguro que él también. Mariquita, mariquita ¡Ay, niñita!; se escuchaba como bajo sonido de anuncio -¡Hey, ahí viene!- en la calle. Creo que ninguno de nosotros sabía exactamente qué cresta era ser un maricón, cuáles eran sus actividades, por qué se era maricón y para qué hacer todo ese show de desprecio. Creíamos que era marica y eso, fuese lo que fuese, nos ponía inmediatamente en animadversión. Yo era marica sin saberlo. Le miraba el bulto y el culo a los tíos vestidos y la verga sin restricciones cuando nada los cubría, como en las duchas y los vestidores de las piscinas. Supongo que yo no era marica por el hecho de jugar a la pelota; me agarraba a patadas y mojicones con mis camaradas; escupía, insultaba, apedreaba, amenazaba y cumplía. Como Hombre. Lo otro, bueno, a todo hombre le gusta que se la mamen, a nadie le amarga un caramelo; me chupaban el pico y yo lo hacía asimismo, en virtud de las enseñanzas impartidas por el cura Le-Fort, ésas de dar lo que los demás esperan, de ser generoso. Yo le respetaba y hacía caso, eso sí, cuando me acordaba de sus mamonerías, lo cual no era muy frecuente que digamos, mala memoria completamente intencional. Ya había dejado de rezar, pues ya estimaba que no tenía perdón, así que el rezo era totalmente inútil. Quería desde ya valerme por mí mismo, como un hombre. Como hombre me ponía de pie y bajaba la cremallera para que me la chuparan. Como hombre la chupaba, con una pequeña mueca de asco, sin contarle a nadie, sin pasar el culo jamás: ése era maricón, suponía acertadamente (?); sí, ese sí era El Maricón.
Jugábamos en cofradía. Juguemos a eso, hagamos eso; estoy solo en casa, ¿por qué no hacemos eso? Eso fue a lo que Toño dijo que no. Le propuse el juego como prueba que podía ser amable y considerado con él, que podíamos ser amigos. No recuerdo bien, exactamente, qué fue lo que me dijo. Lo olvidé. Antonio Terzzi me hizo ver que eso era lo que hacía un marica. Su no. Eso dijo. No. La pandilla de chicos que reinaba por todas las calles del barrio era tan sólo una camarilla de mariquitas que protegían sus espaldas tratando de no rozar ni menos presionar con el bulto delantero el traserito fulgente. Nuestro grupo era una bandada de pajaritos tralalí-tralalá que alegres y cantarines se posaban bajo la sombra de flores magníficas acicalando un plumaje espléndido, impregnándose de exquisita fragancia en un jardín etéreosensual. Y la piedra más dulce nos dio –a todos- de lleno en nuestras cabecitas pajariles. Guardé el secreto de lo que me había sido revelado. Un espejo roto me llena de astillas, tardé 7 años en sacármelas. 7 años transcurren hasta encontrarnos nuevamente para verlo más maricón que nunca, más guapo, más fragante y ahora, tengo un umbral de tolerancia mucho más bajo ante un no.

sábado, abril 08, 2006

El lado Z de toda ciudad


Si de vez en cuando Santiago me parece una ciudad amable es porque he aprendido a mirarla y recorrer sus calles con cierta ferocidad displicente, como un lobo astuto, luctuoso, entre corderitos ciegos; porque ¡sí, así es! Todos, corderos y lobos, yaciendo en aglomeraciones monstruosas de edificios y caos de poblaciones nuevas. Santiago es repulsivo y fascinante… como una araña. Sus veredas rotas y la caca de perro, los botes de basura repletos y parte de su contenido disperso en el suelo: los perros hurgaron, comieron; satisfechos: cagaron a entero antojo. Ojo con pisar. Mierda en las veredas y en las casas, mierda reunida en las esquinas. Así, Santiago parece un gran bostezo emitido con desidia repugnante, una gran bocaza de dientes putrefactos, un bostezo de hedor infernal que trata de ocultar masticando un chicle de menta verdeoliva, triturándolo. Saliva fétida impregnada en la goma que rumia y nunca se decide a escupir, aunque ésta haya perdido todo su sabor; la ciudad no te suelta tan fácil. La ciudad se transforma en un chicle infecto y pestilente que extiende como ameba sus seudópodos por la cuenca y el valle, Santiago como un gran ano follado por millones de vergas gonocócicas y purulentas, lobos y corderos pegoteados en un chicle de pus: habitantes felices. Corderos que vagan como orquesta de pedos por sus calles céntricas, corderos de piernas abiertas y culo dilatado. ¡Oh, Santiago querido! Ahí decidí ser el punto de negociación entre el piojo blanco y el glóbulo rojo y pasear, cuchilla en mano, fingiendo amistad con lobos y corderos.
Pasear por un Santiago lleno de voluntades laxas y deseos inconfesables; yo me aprovecharía de ello: en un pubis de promiscuos parásitos escogería el mejor sitio para chupar la sangre hasta tornarme en masa informe, hecha para alimentarse y cagar: quería ser rico, y lo conseguiría fuese como fuese; para aquello, debía ser un lobo: el mejor/peor entre todos ellos, el macho alfa; tienen que acercarse a mi real culo euskal con cabeza gacha y cola en dirección al suelo. Hay que hacerse respetar en la manada. Un lobo debe asegurarse, y lo puede hacer de numerosas formas, curiosas. Fingir, por ejemplo, que se es una pendeja idiota y bastante putona – ¡una zorra absoluta, señor! - incapaz de pasar un minuto sin tener algo con que ocupar la entrepierna. Finges que tienes 12 años y te levantas la pollera cada vez que te piden que enseñes lo que hay debajo de. No llevas calzones, claro; sonríes cuando te magrean con uno, dos, tres y hasta con la mano entera. Tratan de calentarte, pero tú sonríes estúpidamente y no dices nada pues nada es lo que te pasa. Finges. Sigues con la misma mueca idiota cuando se llevan los dedos a la nariz y aspiran con fruición desconcertante el único olor que me ha intrigado y repugnado a la vez: el olor a concha. Hay que seguir sonriendo, haciéndose la hueona, la yo-no, que crean que no sabes qué mierda pasa, que se distraigan hasta que su cuello quede tan a la mano que no sea ningún problema el rebanárselo y afanarle la billetera, el reloj, lo que venga. Y arreglarse la ropa, mirar hacia otro lado y seguir caminando por las veredas –conocidas y desconocidas- evitando cuidadosamente pisar la mierda que otros han dejado antes.